La Independencia Catalana 1640

“Si los hombres aprendieran de la historia, ¡qué lecciones nos enseñaría! Pero la pasión y el partidismo nos ciegan los ojos, y la luz que la experiencia nos da es un farolillo en la popa que solo brilla sobre las olas detrás”

Samuel Taylor Coleridge (1772-1834)

Inmediatamente al noreste de Montjuïc, en el punto más meridional de la ciudad amurallada, se encuentra Les Drassanes, el astillero real de Barcelona. La parte más antigua de esta estructura civil gótica fue construida durante el reinado de Pedro el Grande, hijo mayor de Jaime el Conquistador, a finales del siglo XIII. Inicialmente adyacente al terreno pantanoso del Raval y fuera de los límites de la ciudad medieval, se incorporó dentro de las murallas cuando éstas fueron expandidas durante el siglo XIV. Posteriormente ampliado y modificado durante varios siglos, funcionó con una historia larga y distinguida siendo un lugar clave en el Mediterráneo como arsenal naval.

En 1640 este astillero y la playa rocosa que se extiende quinientos metros al suroeste desde los acantilados de Montjuïc, proporcionan el telón de fondo para un gran drama que culmina en la chispa que enciende una guerra. En la tarde del jueves 7 de junio, un grupo de hombres es visto saliendo de las murallas que protegen el lado suroeste del astillero. Luchan a través del terreno pedregoso en la boca de la riera que drena la tierra baja entre la ciudad y Montjuïc, y comienzan a correr hacia la orilla. Se escuchan tiros desde la dirección del astillero, y está claro que están en apuros. El grupo comienza rápidamente a dispersarse ya que algunos de los más ágiles sacan el máximo provecho de su ventaja alejándose de los rezagados detrás. Algunos de los primeros en llegar a la orilla, como Don Ramón de Sagarriga i Argençola que todavía está en sus veinte años, se desnudan y nadan para salvar sus vidas. Sagarriga y varios otros son capaces de evitar ser capturados encontrando refugio en una cueva erosionada en la sucesión sedimentaria de Montjuïc. Miembros más ancianos del grupo, como Don Miquel d’Alentorn i de Salbà, hasta hace poco presidente de la Generalitat de Catalunya, son incapaces de intentar nada tan ágil, y huyen a través de la playa rocosa lo mejor que pueden. Por último, y claramente en gran peligro, va tropezando un hombre gordo ayudado por dos criados y un alfarero local llamado Dalmau Prats. No lejos detrás, y acercándose rápidamente, un pequeño grupo de hombres armados se está aproximando a su presa.

El sol de media tarde en junio aprieta sobre la escena que cada vez se está poniendo más fea. Con disparos detrás, el hombre gordo trata de refugiarse tras un bloque de piedra arenisca. Está indignado ante la ignominia de todo esto, además de aterrorizado por su vida. ¡Dalmau de Queralt i de Codina, conde de Santa Coloma, virrey de Cataluña, siendo perseguido por la playa como un criminal común! Todo esto está siendo demasiado para él y, sudando profusamente por el calor y la obesidad, temblando de miedo, agotamiento, ira y vergüenza, se derrumba sobre su espalda en la playa. Ayer mismo escribió al conde-duque Don Gaspar de Guzmán y Pimentel Ribera y Velasco de Tovar, conde de Olivares, duque de San Lúcar la Mayor, ministro en jefe del rey Felipe IV y grande de España, un hombre de inmenso poder al que se conoce más sencillamente como “Olivares”. En su carta Santa Coloma predijo con exactitud que al día siguiente, Corpus Christi, su vida estaría al límite. Le prometió a Olivares afrontar el día con un corazón valiente, pero en la playa de Drassanes su valentía ha llegado a su fin.

Prats busca en vano un pequeño bote para escapar, pero ya es demasiado tarde: sus perseguidores llegan para robarles todo lo que tienen. Llegan más hombres, varios de ellos vestidos como segadores, y alguien reconoce con sorpresa que uno de los detenidos es un sirviente del virrey. ¡El virrey! Uno de los segadores, dándose cuenta de que inesperadamente han descubierto al más poderoso, y en los ojos de muchos, el hombre más buscado de Cataluña, ofrece al virrey su protección. Sin embargo este respeto no es compartido por todos sus colegas, y un marinero, que no siente la necesidad de un debate democrático, saca su cuchillo y apuñala a Santa Coloma en el vientre. La violencia ha comenzado y otro de los individuos vestido como segador termina el trabajo apuñalando al virrey repetidamente.

El cuerpo de Santa Coloma queda tendido en la playa el resto de la tarde, mientras la noticia se extiende por la ciudad y los acontecimientos dan lugar a disturbios incontrolados. Durante cuatro días más las multitudes vagan por las calles atacando a su voluntad, y centrándose en objetivos propiedad de funcionarios y jueces reales conectados con el odiado gobierno real de Madrid. Se informa de que un hombre, Josep Vincens, está alardeando de ser el responsable del asesinato del virrey. Otro segador, Joan Vert, que viene de El Prat, es acusado de vender joyas robadas del virrey. Pero todos los esfuerzos para capturar a los autores de los crimenes durante la revuelta son infructuosos. El único juez con suficientes agallas para intentarlo, un hombre llamado Miquel Carreras, es intimidado por la multitud y obligado a correr para salvar su vida.

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Las cosas han estado girando fuera de control durante algún tiempo. Felipe IV y Olivares tienen a España enredada en un conflicto tras otro, el último comenzando con la humillación del fallido intento de invadir Francia desde la frontera catalana (batalla de Leucate, 1637). En estos días la frontera noreste entre España y Francia se encuentra en El Rosellón , al otro lado de los Pirineos. Un punto central para la aventura militar allí es la fortaleza de Salses, una magnífica estructura defensiva construida alrededor de 1500 bajo el reinado del rey Fernando II y diseñada para proteger esta esquina de Cataluña de la invasión francesa. El 19 de julio de 1639 los franceses toman la fortaleza después de cuarenta días de sitio.

La respuesta española no tardará en venir, con la llegada seis semanas más tarde de un gran ejército, que incluye catalanes y que comienza el contra-asedio. El 2 de noviembre, después de varios días de lluvias torrenciales, los franceses intentan sin éxito levantar el contra-asedio en una sangrienta y dura batalla. Durante la pelea Carlo Andrea Caracciolo, segundo marqués de Torrecuso, adopta un papel importante distinguiéndose por su previsión y valentía y recibe una carta personal de agradecimiento y admiración de Olivares.

Sin embargo, el 29 de noviembre, la gloria de Torrecuso se disipa repentinamente durante una violenta discusión con el virrey Santa Coloma que casi llega a las armas, y deja a Torrecuso y su hijo, Carlo María Caracciolo, duque de San Jorge, languidecer en la ciudadela de Perpiñán. Mientras tanto, los franceses todavía atrapados dentro la fortaleza de Salses están muriendo de hambre y se rinden el 6 de enero de 1640. La victoria española, liderada por Felipe Espinola, con Santa Coloma como segundo al mando, ha dejado sin embargo alrededor de diez mil de sus propios hombres muertos o desertados, y hay una gran tensión, incluso lucha abierta, entre catalanes y no-catalanes (que son principalmente castellanos, holandeses, napolitanos e irlandeses) del ejército español. Los catalanes, colocados a regañadientes en la línea de frente y tratados sin el respeto que saben que merecen, se ven obligados a defender su territorio a un coste terrible, tanto en vidas como en recursos.

Se ordena a la mayor parte de las unidades de infantería (conocidas como tercios) que pasen el invierno en otros lugares de Cataluña, y a muchas de las tropas no-catalanas desplazarse hacia el oeste, más cerca de Aragón y Valencia. Esto significa mucho tráfico a lo largo de un número limitado de vías de servicio, de modo que las mismas aldeas sufren repetidamente la carga de apoyar a las tropas reales. La constitución catalana requiere que cada casa del pueblo de a un soldado como mínimo: agua, sal y vinagre, cama, una luz, y una mesa. Los apurados campesinos catalanes no están legalmente obligados a alimentar a las tropas, pero es lo que Madrid espera de ellos. Olivares es un ferviente centralista que exige obediencia al rey en todas las tierras del Imperio español, y desprecia a los nacionalistas locales. “No soy yo nacional, que es cosa de muchachos” dice. Por supuesto los malditos campesinos alimentarán a su ejército.

Debido el desprecio de Olivares por los derechos constitucionales de los catalanes y su percepción de falta de apoyo del rey, poco amor se pierde entre el ejército y sus irrespetuosos anfitriones. Los soldados descontentos, endurecidos por la lucha y el saqueo en los campos de batalla de Flandes e Italia, tienden a la violencia. El 1 de febrero, por ejemplo, un tercio de soldados napolitanos comandados por el capitán Spatafora, furioso con la resistencia local a su indeseada presencia, entra en la residencia fortificada del noble anciano Antoni de Fluvià-Torrelles i Llordat en Santa María de Palautordera, en la ruta del valle que conecta Barcelona y Girona. De Fluvià (y, según cuentan algunos, su familia) no sobrevive al incidente y es asesinado, se informa, en su propia capilla. El obispo Manrique de Barcelona excomulga a las tropas responsables de este brote de daños colaterales y se queja a Madrid, pero encuentra poca simpatía en Olivares y el rey.

Las cosas llegan al límite en la primavera durante el regreso de los soldados al frente de El Rosellón. En este momento Cataluña está bajo la amenaza de otra sequía y los suministros son cada vez más escasos. La resistencia de los aldeanos a la imposición de albergar las tropas encabezadas por el comandante Juan de Arce produce un violento desacuerdo en Santa Coloma de Farners, una aldea situada a veinte kilómetros al suroeste de Girona. El virrey responde enviando a su alguacil Joan Miquel Montrodon para imponer la ley a la fuerza. El alguacil sin embargo no está altamente capacitado en el manejo de conflictos y es asesinado el 30 de abril, según se informa escondido en el mesón local que es incendiado por los furiosos aldeanos.

La noticia de la crisis llega rápidamente al cercano pueblo de Riudarenes, donde el comandante Leonardo de Moles está sufriendo también el rechazo de los aldeanos a hacer cualquier otra cosa que lo mínimo por sus tropas napolitanas. El tercio napolitano de Moles, más de mil hombres, ya tiene una reputación por saqueo, por lo que los aldeanos han guardado sus pertenencias en la iglesia cerrada con llave. Al día siguiente, 1 de mayo, cuando salen del pueblo, los napolitanos se vengan invadiendo la iglesia, saqueando las posesiones dentro, y quemándola al final. Este acto de profanación es presenciado por dos sacerdotes que traen los restos carbonizados del Santísimo Sacramento a Girona, donde se produce una gran indignación general seguida, el 14 de mayo, por la excomunión solemne de Moles y de sus hombres.

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Durante el resto del mes el conflicto entre los soldados y los campesinos catalanes va en aumento. La respuesta del virrey no es conciliadora, y ordena a sus comandantes Ramón de Calders y Juan de Garay atacar Riudarenes y Santa Coloma de Farners como castigo por lo que él percibe como una insubordinación ingrata.

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Por su parte, los campesinos armados participan en combates de guerrillas con las tropas, incitados por miembros del clero local. Para entonces muchos están convencidos de que están luchando por defender su patria catalana y Dios contra los extranjeros herejes sacrílegos que luchan por el rey de Castilla. Una potente fuerza de campesinos rebeldes es la de los trabajadores migrantes, que se preparan para recoger la cosecha temprana del grano. Estos hombres, los segadores, viven toscamente y no son ciudadanos que obedezcan siempre la ley. Muchos segadores se unen a la rebelión con entusiasmo, ya enojados por la perspectiva de una pobre cosecha afectada por la sequía y dañada por los movimientos de tropas dentro del territorio.

Las tropas enviadas a Cataluña se sienten a estas alturas completamente sitiadas por las personas que se suponía debían estar defendiendo. El día 21 del mes hay un tremendo altercado en la misma Barcelona donde más de quinientos soldados de infantería y caballería han llegado hasta el puerto de la ciudad, desde donde pretenden escapar de la rebelión. No son bienvenidos, y son disparados a medida que las tropas van subiendo a las galeras. Los caballos quedan abandonados en la orilla y algunos hombres se ahogan al caer o saltar al mar.

Al día siguiente, alrededor de las diez de la mañana, con algunas tropas aún en el astillero de Drassanes, una masa de más de mil campesinos, algunos de ellos bien armados, entran en la ciudad a través del Portal Nou. No hay nada que los detenga, especialmente porque cuentan con el apoyo de muchos ciudadanos dentro de Barcelona, donde hay un considerable descontento con la manera en que el gobierno local está manejando los asuntos con Madrid. Los campesinos se dirigen directamente a la prisión donde exigen la liberación de Francesc de Tamarit i de Rifà, el hombre a cargo de los militares catalanes. Tamarit, un diputado del ayuntamiento, había sido elegido para su cargo el 22 de julio hace dos años, junto con Pau Claris i Casademunt (un sacerdote a cargo de los asuntos eclesiásticos) y Josep Miquel Quintana (elegido como diputado real). Este trío se va a encontrar en el centro de los problemas de la consiguiente “guerra de los Segadores”.

Tamarit es un hombre popular. Enviado por el virrey Santa Coloma a luchar en el sitio de Salses, de donde volvió triunfalmente a Barcelona como héroe de guerra. Su problema ahora es que es un vigoroso defensor de los derechos de Cataluña, y entiende el punto de vista de los pueblos catalanes tomando una posición contra el estacionamiento de las tropas del rey. Por ello recibe el extremo descontento del conde duque Olivares en Madrid, que ordena a Santa Coloma poner a Tamarit en la cárcel. El 18 de marzo el diputado es debidamente encarcelado dentro de una torre en las murallas originales de la Barcino romana, un acto que sólo sirve para inflamar a la población local aún más, explicando por qué el ejército campesino que llega dos meses después sea bienvenido por muchos en la ciudad.

Para mantener la paz no hay nada que Santa Coloma pueda hacer sino aceptar la liberación de Tamarit. Aupados por su éxito, los campesinos son persuadidos por los requerimientos de los obispos de Barcelona, Urgell y Vic (estos dos últimos son catalanes y el primero es castellano pero popular entre los locales) para mantener el autocontrol y demostrar las virtudes catalanas abandonando la ciudad voluntariamente y sin violencia. “¡Viva la Santa Madre Iglesia y el Rey Nuestro Señor!” gritan, y el virrey y la élite de la ciudad se sienten muy aliviados.

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Sólo ocho días después, otra iglesia catalana es quemada por las tropas gubernamentales, esta vez el acto sacrílego tiene lugar en Montiró. Se trata de un pequeño asentamiento en el noreste a pocos kilómetros de la costa del golfo de Roses y es el hogar de Josep de Margarit i de Biure, figura clave en las milicias catalanas hostigando a las tropas castellanas. Los soldados que saquean Montiró son los mismos que, bajo el mando de Juan de Arce, estuvieron involucrados en el problema de Santa Coloma de Farners un mes antes. Desde entonces, los soldados de infantería de Arce han estado subiendo por la costa catalana a través de territorio hostil hacia el campo de batalla en El Rosellón. Incluso allí encontrarán que no son bienvenidos porque antes de que lleguen un motín contra las tropas españolas estalla el 4 de junio en Perpinyà, la segunda ciudad más grande de Cataluña ahora controlada por los rebeldes locales.

El mismo día, la noticia del incendio de la iglesia de Riudarenes llega primero a los clérigos de Barcelona, cortesía de una delegación de cánones de Girona. A medida que la noticia se propaga a través de la capital catalana, y los obispos preparan una carta de queja al virrey, la inestabilidad estalla en la costa, con gente local tratando de bloquear el atraque de galeras comandadas por el marqués de Villafranca. La sensación de crisis se agrava dos días después, cuando llegan noticias de la quema de la iglesia de Montiró. Para proporcionar la conflagración perfecta, al día siguiente es Corpus Christi, una de las fiestas más importantes que se celebran anualmente en Barcelona, y la agitada ciudad está llegando a un estado de tensión que roza el delirio.

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Corpus Sangriento, 1640. En la mañana temprana del 7 de junio cientos de campesinos vuelven a entrar en la ciudad con rabia. Entre ellos están los que se autodenominan Vengadores del Cuerpo de Cristo y exigen justicia y retribución por la quema de las iglesias. Cualquier persona implicada en traer tropas no-catalanas del gobierno a Cataluña es identificada como traidor, especialmente los odiados jueces de la Real Audiencia y, por supuesto, el virrey y sus oficiales.

Según se informa, la violencia se dispara por primera vez fuera de la casa del alguacil Monrodon previamente asesinado en Santa Coloma de Farners, y un segador es fatalmente apuñalado. Poco después muere otro segador, esta vez disparado en la plaça de Sant Francesc cerca del palacio del virrey, fuera del astillero. A pesar de las peticiones de calma del obispo de Barcelona, la multitud furiosa está pidiendo ahora sangre. Madera traída de una panadería cercana está siendo apilada contra el palacio cuando un grupo de frailes minoritas sale del Monasterio de Sant Francesc y coloca una imagen de Cristo en la pila de leña. El alzamiento del caos violento parece haberse evitado, o al menos retrasado, justo cuando los concejales llegan a la escena para añadir sus esfuerzos con el fin de dispersar a la multitud y ofrecer al virrey una protección militar.

Pero es imposible que algunos de los alborotadores abandonen la ciudad como si nada hubiera pasado. Un nuevo grupo, según se informa, de doscientos o trescientos hombres, se forma y comienza un ataque contra la residencia de Gabriel Berart, un juez de la Audiencia. El juez logra escapar y encontrar refugio en el cercano Convento de los Carmelitas Descalzas, pero su casa es saqueada y quemada. Ahora son alrededor de las dos de la tarde, la temperatura continúa elevándose constantemente cuando una colección de excelentes carruajes pertenecientes al marqués de Villafranca es añadida a la hoguera fuera de la casa de Berart. La siguiente casa, esta perteneciente a otro ministro real, Guerau de Guardiola, es el próximo objetivo para su destrucción.

En este punto los concejales tienen algún éxito, calmando nuevamente la situación y convenciendo a los rebeldes de dejar la ciudad por el Portal de Sant Antoni, pero sus planes son frustrados por un nuevo incidente. Esta vez uno de los siervos de Villafranca es lo suficientemente imprudente para disparar contra la multitud amenazante, reavivando su ira. Con la idea de salir de Barcelona ahora abandonada por la multitud, los criados de Villafranca son perseguidos hasta un convento cercano donde al menos cinco son asesinados. Con violencia generando aún más violencia la búsqueda se amplía para incluir otros conventos, llevando a la captura y asesinato inmediato del juez Gabriel Berart. Su nieto, Gaspar de Berart i de Cortada, luchará como capitán del ejército catalán contra el rey español en 1714.

El virrey decide, o es persuadido de, dejar su residencia e ir hacia el astillero de Drassanes con el fin de escapar de la ciudad a bordo de una galera genovesa que había llegado Barcelona temprano en el día. Tiene la oportunidad de hacerlo, pero en el último minuto es convencido para esperar a los concejales, preservando al menos un poco de decoro en una situación que claramente se está encaminando hacía una pérdida total del control de la ciudad. Pero los consejeros están completamente ocupados tratando de lidiar con los ataques en la residencia de Villafranca, y en su lugar la muchedumbre es la primera en llegar a Drassanes, buscando furiosamente más sirvientes de Villafranca. Al llegar al astillero, el pánico se desata entre el grupo de nobles y altos clérigos que habían estado con el virrey y se dispersan, dejando sólo un pequeño grupo leal y lo suficientemente valiente para tratar de protegerle.

El plan para salir en bote es frustrado finalmente cuando uno de los atacantes tiene la previsión de subir a un cañón de protección del muelle y forzar a un oficial, Francesc Barra, a disparar hacia el barco de Génova, que se retira y se mantiene a raya. Ahora no hay escape fácil para el virrey y su grupo que se dirigen hacia las murallas que protegen el lado sudoeste del astillero. Saliendo de la fortificación, luchan a través del terreno pedregoso de la boca de la riera que drena la tierra baja entre la ciudad y Montjuïc, y comienzan a correr hacia la orilla……

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Los disturbios en Barcelona terminan finalmente el 11 de junio, después de cinco días de pandemónium urbano en el que un Miquel Parets horrorizado compara la situación en Barcelona con el escenario del Juicio Final. La furiosa violencia después de agotar la capital catalana, traslada su foco a Perpinyà donde, también el 11 de junio, Juan de Arce y sus hombres llegan finalmente para encontrar la ciudad todavía en manos de los habitantes rebeldes que rechazan la entrada de los soldados. El tenso estancamiento se rompe cuando de Arce decide hacer lo que mejor sabe: atacar y destruir. Su bombardeo comienza el 14 de junio, y toma con éxito la ciudad dos días después. Una vez dentro y en control, de Arce dirige su venganza hacía el clero, a quien hace responsable en gran medida de la insurrección catalana, y los edificios religiosos no se salvan de las quemas y saqueos. Es un giro chocante y auto-destructivo hacia la espiral de derramamiento de sangre desatada en El Rosellón por la firme decisión de Olivares de abrir un frente de guerra en la frontera catalana.

De vuelta en Barcelona las cosas se han calmado, pero se está desarrollando una mentalidad de asedio a medida que la capital catalana considera su precaria posición entre los españoles, los franceses y los campesinos en revuelta. Se nombre un nuevo virrey de Cataluña, esta vez Enrique de Aragón Folc de Cardona y Córdoba, que no es ajeno al puesto y, como Miquel Parets había notado durante los años anteriores de sequía, no es gran amigo de los pobres. Cardona es, sin embargo, un miembro rico y poderoso de la nobleza, y cuenta con el apoyo de muchos clérigos y altos comerciantes. Inmediatamente viaja a Perpinyà para encontrar una solución a la insurgencia allí, llevando con él a sus dos obispos catalanes, Pau Durán y Ramón de Sentmenat. Necesita encontrar una manera de detener el conflicto entre los soldados catalanes y castellanos, y decide intentar aplacar a los locales mediante la encarcelación de algunos de los culpables de la ofensa, como Leonardo de Moles, el responsable de la quema de la iglesia en Riudarenes.

Sin embargo, el mayor problema del virrey es su salud, que se está deteriorando rápidamente tras haber sido sangrado por sanguijuelas cuarenta y dos veces ya ese año con el fin de aliviar el dolor de gota. Su única solución a la crisis política en Perpinyà es su propia muerte el 22 de julio a los 51 años, dejando Cataluña una vez más sin un jefe de estado designado. En El Rosellón, el nuevo oficial a cargo es Juan de Garay Otañez y Rada, un general de cincuenta y tantos años, cuya promoción en el ejército ha sido más lenta de lo que él cree que merece, ganando en el largo proceso una reputación por su carácter agrio y brusco. Garay ordena inmediatamente el estacionamiento de todas sus tropas dentro de la ciudad, comentando ácidamente que este no es el momento para tonterías. Tampoco puede argumentarse razonablemente que sea el momento para poner al mando a alguien tan poco diplomático.

Garay propone una simple solución militar a los problemas de Cataluña: el asalto directo a Barcelona para dar un firme fin a la rebelión. Este ataque es acordado en agosto y programado para el 20 septiembre. Pero se necesita más tiempo, los franceses se están agrupando en la frontera y Garay se ve obligado a permanecer en El Rosellón durante el otoño. Entonces se le ordena cambiar de rumbo hacia Tarragona para unirse a un gran ejército de tropas españolas que se espera llegue allí en diciembre de camino a retomar la ciudad de Barcelona.

Mientras tanto, el rey español Felipe IV organiza sus planes para la toma militar del control en Cataluña, pero continúa no obstante con el procedimiento administrativo y nombra nuevo virrey al atormentado obispo de Barcelona García Gil Manrique. El obispo Manrique acepta humildemente el cargo el 2 de agosto. Es un hombre ampliamente respetado que ha gobernado durante los años difíciles desde la muerte del obispo Joan Sentís i Sunyer en 1632, pero haciéndole obispo del pueblo de Barcelona y virrey del rey crea un fuerte conflicto de intereses que no es capaz de resolver.

De todas maneras en estos momentos queda ya poca ley y orden que controlar por el nuevo virrey, con jueces temerosos de aparecer, y el saqueo, extorsión y asesinatos ocurriendo habitualmente. Además, su autoridad religiosa está debilitada por la popularidad de Pau Claris, que tiene el carisma y la superioridad moral de su lado, mientras el rey se muestra reticente a actuar contra sus propias tropas responsables de las sacrílegas profanaciones en Cataluña a principios del año. Claris va a asumir un papel cada vez más destacado en la revuelta catalana, mientras que Manrique va a perder su empleo como virrey ese año.

El futuro de Manrique estaba ya escrito. En el mismo mes de agosto, un ejército español bajo el comando de Pedro Fajardo-Zúñiga-Requeséns y Pimentel, marqués de los Vélez, comienza a reunirse en Zaragoza. Los Vélez, recién llegado de los éxitos militares contra los franceses en el País Vasco, es un hombre de confianza del conde duque Olivares. Otro favorito de la corte real, el segundo marqués de Torrecuso (que también se ha distinguido luchando en el País Vasco), ya ha sido puesto en libertad en la cárcel de Perpinyà junto con su hijo, coincidiendo justamente con el día que Santa Coloma es asesinado en la playa de Drassanes. Torrecuso y su hijo han hecho las paces con el hijo superviviente de Santa Coloma (que a diferencia de su padre logró escapar de Barcelona en la galera genovesa) y son ordenados a unirse a Los Vélez en Zaragoza. Serán combatientes clave en el ejército enviado por Olivares para vengar la muerte del virrey.

Los intentos otoñales de conciliar los dos bandos se esfuman a medida que las posiciones se atrincheran. Por un lado está el caso del arrogante poder castellano contra el catalán dado por derecho divino, y por el otro lado un justo castigo por la ingratitud, traición y peligrosa deslealtad al rey de España.

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El 8 de octubre de 1640 el ejército de Los Vélez sale de Zaragoza, llegando diecisiete días más tarde a Tortosa, una estratégica localidad fronteriza situada en el delta de la desembocadura del río Ebro. La entrada a Cataluña desde el sur se ha convertido en la ruta obvia después de que la élite municipal de Tortosa declarara su apoyo al rey el 22 de septiembre, desafiando abiertamente la posición de Barcelona. En respuesta, todas las personas en Barcelona provenientes de Tortosa son ignominiosamente desposeídas y enviadas de vuelta a de donde vinieron. Los dados se tiran otra vez cuando Pau Claris, ahora presidente de la Generalitat, revela las negociaciones en curso con los franceses, que han prometido defender Cataluña contra los españoles. La elección es ahora más cruda todavía: lealtad al rey español o a la tierra sagrada de Cataluña respaldada por Francia, con la que España está en guerra.

La crisis no resuelta sigue hasta noviembre. Los Vélez ha sido nombrado nuevo virrey de Cataluña, dejando al obispo Manrique desesperadamente desconectado en Barcelona, y el ejército invasor de españoles, portugueses, italianos e irlandeses es de un tamaño formidable. Hay más de 26.000 hombres y ninguna razón para el pesimismo. Mientras las tropas se preparan para la invasión a gran escala desde su plataforma de lanzamiento en Tortosa, Barcelona toma la decisión inusual de re-celebrar el Corpus Christi a la luz de la debacle a principios de junio, y esta vez todo va según el plan. El festival tiene lugar del 4 al 6 del mes y es especialmente intenso; uniendo los seglares y el clero con la nueva determinación y convicción de que Dios y los santos están de su lado.

Pero en otras partes de Cataluña no todo el mundo está convencido de la justificación de la separación catalana y la sabiduría de aliarse con el enemigo francés. Por ejemplo, los obispos de Lleida y Urgell, al oeste y norte del territorio respectivamente, apoyan al rey como también lo hace un monje franciscano, Roger de Montbiró, que trata de persuadir a los ciudadanos de Tarragona de no resistirse al avance castellano desde el sur. El miedo comienza a reinar en los corazones de algunos catalanes cuando se enfrentan al conflicto armado contra números muy superiores.

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Los Vélez lanza a sus hombres el 6 de diciembre hacia el nordeste. Después de encontrase con resistencia armada en El Perelló, donde la aldea es saqueada, quemada y algunos de los supervivientes colgados, el 10 de diciembre hay un conflicto mayor en el Coll de Balaguer. Aquí hay un castillo construido para defender la frontera natural entre las regiones de Tortosa y Tarragona, que ha existido por lo menos desde su primera mención en 1201. Está levantado junto al escarpe de la falla de El Camp, cerca de la costa, y sus ruinas un día tendrán vistas sobre la central nuclear de Vandellòs. En esta posición una fuerza de alrededor de dos mil rebeldes catalanes es superada por un aparentemente invencible ejército español, que continúa siguiendo la costa llegando al pueblo de Cambrils el 13 de diciembre.

Los españoles han penetrado casi ya cien kilómetros en territorio catalán y no muestran signos de ser rechazados. En Cambrils los rebeldes se resisten, pero después de un breve asedio Torrecuso, para ahorrar desperdiciar tiempo valioso y mano de obra, convence a Los Vélez de aceptar la rendición del pueblo y ofrecer protección a los defensores. Sin embargo, en el tiempo inmediatamente después de la entrega, las tropas españoles abren fuego contra sus prisioneros rebeldes, aparentemente después de un altercado que involucra a un soldado real intentando robar ropa de un rebelde. Sea cual sea la causa, el control ejercido por los oficiales españoles es un fracaso, y en poco tiempo cientos de rebeldes catalanes yacen muertos en el suelo. La carnicería se ve agravada por las acciones de Los Vélez que ejecuta a tres miembros de la nobleza local involucrados en la defensa de la ciudad, supuestamente después de que ellos también se habían rendido honorablemente.

Durante los próximos diez días las represalias en el área de Tarragona estallan entre ambos bandos, y con la extrema violencia de estos acontecimientos en la incontrolada niebla roja de la guerra, cualquier posibilidad de una solución negociada al conflicto se evapora de una vez por todas. Muchos de los que están dentro y alrededor Barcelona se convencen más que nunca de que tienen que luchar hasta el final, mientras llegan a gotas informes horribles desde el sur. Además, los franceses han venido en forma de ejército auxiliar liderado por el barón d’Espenan, que ya se ha desplazado al sur hacia Tarragona para ayudar en el enfrentamiento con el enemigo. El 23 de diciembre Pau Claris levanta la alarma general y declara abiertamente la guerra contra el rey de España.

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Desalentadoramente para los catalanes sin embargo, al día siguiente después de que Claris haya declarado la guerra, su aliado francés d’Espenan (presumiblemente habiéndose dado cuenta de lo que tiene en contra) llega pragmáticamente a un acuerdo con Los Vélez para entregar Tarragona sin pelear y evacuar a la mayoría de sus tropas de vuelta a Francia. Habiendo asegurado Tarragona tan fácilmente, Los Vélez tiene ahora libertad para trasladarse a Barcelona.

Como de costumbre la ruta más fácil es dictada por la geomorfología. El ejército sigue inicialmente la costa y luego gira al norte hacia El Vendrell para seguir el amplio valle del Penedès que separa los macizos geológicos del Litoral y Pre-Litoral en la Cordillera Costero Catalana. Esta ruta, aunque no es la más corta, permite al ejército evitar el duro terreno de las colinas del Garraf y ofrece el acceso directo a Barcelona siguiendo el valle del Llobregat después de cruzar el Puente del Diablo en Martorell. Por su parte, los dirigentes catalanes predicen correctamente que esta será la ruta elegida por Los Vélez y deciden hacer frente al enemigo en Martorell.

Aunque la invasión va según lo planeado, las cosas no son del todo optimistas en el bando español, a pesar de sus éxitos militares y superioridad en número. Aparte de las lesiones y enfermedades habitualmente esperadas durante una prolongada campaña militar, existe el desafío de mantener al ejército bien provisto en territorio hostil durante los meses de invierno. Cuanto más se aventuran en Cataluña, más difícil se convierte la logística, como lo demuestra el acoso de la caballería del comandante Josep de Margarit i Biure a las tropas leales al rey, que está detrás de las líneas enemigas vengando el ataque contra su vivienda de Montiró.

Hay además un problema creciente con los desertores. En particular Los Vélez tiene que hacer frente a las repercusiones de otra revuelta ibérica que se desarrolla simultáneamente en Portugal. En ese mismo mes de diciembre de 1640 el duque de Braganza se ha levantado contra Felipe IV y ha declarado la restauración de un Imperio portugués independiente. Este hecho, una vez conocido por los soldados portugueses, no les favorece para luchar con los españoles en lo que les parece un espejo de lo que está sucediendo en casa. La situación no es ayudada por el carácter del capitán al mando del tercio portugués, Simon de Mascarenhas. Aunque hijo de un importante general portugués influyente en la nobleza española, no es capaz de ganar ni el afecto ni el respeto de sus hombres. Carece de experiencia y madurez para el mando, y es famoso por pensar que es alguien nacido para esperar la fruta antes que las flores, o, en lenguaje más moderno intentar correr antes de saber andar.

Sin embargo, el ejército español avanza por el valle del Penedès encontrando poco que impida su paso. Reorganizándose en la localidad de Vilafranca del Penedès, Los Vélez fija su mirada en Martorell y, justo más allá, el cruce del rio clave en el Puente del Diablo. Aquí, en el frío de mediados de enero de 1641, el ejército invasor se adentra en el corazón de Cataluña. Hacia el norte se asoma la cresta de la montaña de Montserrat, sus conglomerados se elevan más de mil metros por encima de las tropas y proporcionan un lugar de encuentro para el fervor religioso entre los catalanes. Inmediatamente hacia el sur escalan las impenetrables ondulaciones boscosas del Garraf, infestadas de vida silvestre y que terminan abruptamente en los precipicios de los acantilados costeros. Delante se encuentra el valle del Llobregat y el ejército catalán, bajo el mando del general Francesc de Tamarit i de Rifà que cuenta con miles de hombres preparados para resistir defendiendo su capital. El llamamiento obligatorio a las armas emitido por los dirigentes catalanes para todos los hombres de entre quince y sesenta y cinco años de edad en los pueblos y aldeas vecinas ha inflado la resistencia armada, y todavía quedan algunos soldados de infantería y caballería franceses en sus filas….

Fragmento de: Muerte en la playa de Drassanes,

quinto cuento de Barcelona La Viajera en el Tiempo: Doce Cuentos de Wes Gibbons

traducido por Teresa Moreno

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